Imágenes
Lunes,
cinco treinta A. M, suena el despertador y lo apago con fastidio, porque dormía
profundamente y porque no tengo ganas de levantarme, la cama está tan linda,
calentita, suave. Encojo las piernas, me aferro a la almohada y meto la cabeza
debajo de las sábanas; parezco un ovillo, no quiero salir de la cama, es de
noche, hace frío, y es lunes, el peor día de la semana.
Con mucho, con muchísimo más
fastidio que lo usual me levanto, tomo el desayuno, me lavo la cara y los
dientes y me visto, mientras escucho que en la radio comentan que hace menos
tres grados de sensación térmica. Busco otro suéter para ponerme encima del que
ya tengo puesto y pienso: ¿Cómo medirán esto de la sensación térmica?
¿Sensación de quién? ¿De un aparato? Porque si me preguntan a mí, desde que
empezó el invierno no hago otra cosa que tiritar y arrimarme a cuanta estufa
encuentre en mi camino para entrar en calor. Odio el frío y más odio tener que
salir a las seis y cuarto de casa con tres grados bajo cero.
“No te queda otra” me digo frente
al espejo del palier. Casi no puedo moverme de tanta ropa que tengo puesta,
tomo coraje y salgo, el aire es helado y hay una especie de neblina o bruma que
hace que todo se vea borroso, triste. Parece Londres, nunca estuve pero dicen que
es así: brumosa. No me importa, lo único que quiero es volver a la cama
calentita y no puedo.
Resignada, meto las manos en los
bolsillos del saco y, como una tortuga, encojo mi cogote hasta que mi nariz
queda debajo de la bufanda, y así dejo la menor cantidad posible de mi cuerpo a
la intemperie. ¿Tendrán frío las tortugas cuando invernan? ¿Cómo sobreviven
dentro de ese caparazón sin estufa?
Camino
ligero hasta la parada de sesenta y tres. Nazca está desierta y borrosa por la
niebla. El frío me cala los huesos y siento mis pestañas congeladas a punto de
quebrarse como estalactitas. Ya casi estoy llegando, cuando levanto la vista
del piso y me doy cuenta de que acabo de perder un colectivo. No puedo contener
la rabia que me genera toda esta situación y largo al aire una puteada. Hiervo
por dentro de la bronca y, sin embargo, estoy helada.
Me quedo caminando de un lado a
otro, como si así pudiera dejar atrás la bronca o, a lo mejor, entrar en calor.
Ninguna de las dos.
Sin embargo, en un segundo, de
repente, como si fuera un rayo atravesando mis pensamientos o el disparo de un
flash cegador, se cruza por mi mente aquella canción de Facundo Cabral que dice
“Me gusta la
gente simple que se levanta temprano”
¿Será su reciente muerte la que trae al poeta a mi mente?
¿A dónde van a parar nuestras ideas, nuestros sueños, esas cosas que dejamos
para después? ¿Y si no hay después? Es tan corta la vida...
Y sin quererlo comienzan a desfilar por mi cabeza
imágenes de las cosas que más me gustan; pasan, dan una voltereta y se paran a
un costado como modelos por la pasarela: las vacaciones, despertarme a la
mañana y desayunar en mi cocina con el sol dándome en la cara, un plato de sopa
en invierno, sentir el agua caliente de la ducha cuando tengo frio, hamacarme,
el olor de un libro nuevo…
Siento cómo cada musculo de mi cuerpo comienza a
relajarse y sin darme cuenta pasaron veinte minutos y viene otro colectivo. Me
subo, pido un pasaje de uno veinticinco, pago mi boleto con la tarjeta y esa
pequeña rutina casi saca esa pelicula de imágenes de mi cabeza.
¿Dónde estaba? ¿Las cosas que me gustan? Ya sé: la
espuma de la leche, la cara de sueño de Franco a la mañana, mi bufanda negra
porque me hace cosquillas en la cara, planear un viaje, soñar despierta, un
abrazo, los fideos con tuco y muchísimo queso…
Siete y
diez llego al trabajo y la señora de la puerta me sonrie y me dice “que
contenta estás hoy”.
Sus palabras logran detenerme, “¿Contenta?” le
pregunto y, al girar mi cara, me veo reflejada en el vidrio de su garita, y veo
que una sonrisa amplia cuelga de mis orejas.
Es que, a pesar de todo, la vida tiene cosas tan
lindas!
Lucila.